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Antropólogo, pero estudiante de vocación. Tratando de pensar, con resultados modestos

jueves, 9 de julio de 2009

García, el mensajero ungido (II)

Cuando nos referimos a la épica nacional, es una opinión común aquella que señala un fundamento mítico, fantástico de la nación, capaz de causar asombro, admiración y fanatismo por parte de un pueblo acostumbrado a los usos sacramentales, a la devoción que exigía el dogma católico. El Estado se convirtió en la “iglesia” de la edad moderna, y los santos/héroes aquellos individuos destacados que entregaron algo (o todo) por aquel ideal de unidad e identidad llamado nación[1]. Estos personajes se convirtieron en los pilares de la joven nación: llorados y celebrados en los altares de adoctrinamiento de la nueva iglesia (la escuela, las instituciones castrenses, incluso la propia iglesia católica en alianza con ella) sostenían el ideal de todo buen ciudadano, de todo patriota. Los sujetos singulares en la nueva nación, es común también esta aseveración, siempre estuvieron atados al ejercicio de las armas: la mayor muestra de entrega –y la máxima acreditación para ascender al panteón nacional– es el sacrificio desinteresado de la propia vida por el bien y la preservación del ideal patrio. El nacionalismo, por tanto, era enarbolado por la casta militar, por el espíritu del caudillo: “(…) el patriotismo, el heroísmo virtuoso, es un asunto de militares”[2], ellos sostienen la figura masculina de la nación; el caudillo, padre protector, asume al poder en matrimonio con la madre patria. Nuestra configuración como proyecto nacional moderno (fallido) se encuentra, por tanto, impregnada por la simbología del tutelaje: el padre en nuestra sociedad patriarcal, el pater familias, es el amo y señor de la vida de sus tutelados, que terminan siendo infantilizados en este sistema de roles jerárquicos. El pueblo se constituye así como una sociedad castrada, necesitada de dirección viril y enérgica; en suma como “(…) una colectividad que no es capaz de hacerse cargo por sí misma de sus intereses”[3].

El caudillo no lo es de por vida, ni su rango como pater familias está asegurado: puesto eternamente bajo amenaza, cuestionado e interpelado por un pueblo que, en situaciones de crisis, reclama por aquellos derechos usurpados –el de la “mayoría de edad”, o mejor dicho, el del ejercicio de la ciudadanía–, necesita legitimarse a cada momento; y, ocupando un lugar en el entramado social caracterizado por la figura viril belicista, su manera natural de hacerlo será a través de la lucha contra un enemigo foráneo, impuro, extraño. Ahora, si bien la vida nacional queda a cargo de la tutela del caudillo, la vida espiritual del pueblo caerá bajo el control de otra institución tutelar encargada de monopolizar el discurso sobre la moral, de naturalizarlo, de legitimar su autoría y gestión: la iglesia tiene la responsabilidad –dentro de este esquema nacional– de señalar el camino vital del pueblo; este se convierte en el rebaño, y su administración “(…) es una cuestión de curas”[4]. Así, lo místico y lo heroico se fusionan para dar a luz una forma autoritaria, dogmática y jerárquica de ver la política y el poder; la gestión de esto último pasa por las manos de un personaje que encarne dichas características, tara histórica de muy larga data, remontándose incluso al inicio mítico de nuestro país:

“Los criollos debían continuar esa obra de reconstrucción de la identidad nacional, respetando su legado hispánico, católico y monárquico, con un gobierno fuerte asentado en Lima, investido por Dios –o sea bendecido por la iglesia– con el derecho soberano de dictar leyes para todos, como una aristocracia del conocimiento creada por natura”[5]

El autorizado para reclamar tal mandato histórico es un personaje sumamente potente; la clave de su fortaleza –a parte de la caudillesca que hemos señalado líneas arriba– radica en ser el primero a quien se le son develados los secretos del mundo: él solamente sabe lo que oculta la existencia, y solo aquel que posee tal conocimiento puede adelantarse a las vicisitudes que esta contrae. En suma, el caudillo/mesías es aquel que ve la realidad como verdaderamente es (RCVE)[6], el personaje a quien Dios ha enseñado la tierra prometida, lugar del deseo siempre satisfecho, paraíso de la felicidad anhelado por todos.

Estas pequeñas apreciaciones sobre el camino político de la figura del líder en la historia nacional son sumamente pertinentes en tanto que reflejan un ethos muy presente en las élites nacionales tradicionales: Alan García, como ya hemos mencionado en la introducción, es solo el personaje que coyunturalmente se ubica en dicho espacio simbólico, otros –en un futuro no muy esperado y poco promisorio– ocuparán un espacio similar en el imaginario nacional; el cambio de perspectiva solo será posible entonces en tanto el Gran Orden Simbólico patriarcal/caudillista/mesiánico sea declarado obsoleto e incoherente con los tiempos (ya no tan nuevos) de democracia que vivimos. Para García, el Perú eligió en el 2006 el camino del bien –tal como lo hemos mencionado en el apartado anterior– pero este triunfo, a su vez, no se hubiese conseguido sin la presencia del “partido del pueblo” quien “defiende el modelo con resultados concretos y materiales para el país”. Es vano señalar que el “partido del pueblo” que menciona García es el APRA, y él, en tanto su líder único y vitalicio, es el que encarnó la “democracia política y económica que aprovecha el avance del mundo”; él es el depositario del secreto del éxito, él solamente ve la RCVE y, por tanto, su lógica interna (el libremercado, el “modelo” a defender), capaz de entregarnos la victoria final sobre las fuerzas del mal. Pero la historia es ingrata, aunque será la última en emitir un veredicto sobre los verdaderos artífices de la victoria. García señala que, a pesar de que en la actualidad la percepción de bienestar social –que él, con su ardua batalla cósmica, ha logrado establecer– no acompaña al crecimiento económico[7], sin embargo, en un futuro, dicho reconocimiento no le será esquivo. Es creencia del héroe cultural tener como consuelo, frente a un olvido de sus aportes a la raza humana, el futuro y los elogios que este le depara: García se convierte (solamente) ante sus ojos en la figura prometeica que, a pesar del no reconocimiento de sus servicios a la patria –y el sufrimiento que esto produce, más aún en García cuyo narcisismo es ya legendario–, guarda dentro suyo la esperanza del cielo, del camino de asenso hacia el panteón nacional. O bien se proyecta como el mesías redentor de todos los hombres, quien es ajusticiado por la cruel historia y la soldadesca opositora –“izquierdosos”, “chunchos”, “antisistémica”, “chavistas”–, y su sacrificio será por el bien de todos los peruanos, quienes, al fin y al cabo, agradecerán sus notables aportes al culmino del camino hacia la tierra prometida, un Canaán republicano de leche y miel. “(…) perdónalos, porque no saben lo que hacen” se traduce entonces como la compasión del héroe primordial por aquellas criaturas de quienes, a pesar de haber servido, no espera un reconocimiento inmediato, sino tendrá la paciencia para esperar la gloria en las generaciones venideras.
[1] Protzel. S. F. pág. 6
[2] Nugent. 2001, pág. 131.
[3] Ibidem, pág. 132.
[4] Ibidem, pág. 131.
[5] Manrique. 1999, pág. 15
[6] Ibidem, pág. 125.
[7] La frase exacta en el discurso es como sigue: “Sin embargo, la conciencia política no marcha tan rápido como el crecimiento material”

García, el maniqueo (I)

En este pequeño escrito quisiera referirme a la fantasía cósmica del presidente del Perú, Alan García, aquella que en su artículo del 28 de junio publicado en el diario Expreso (de pasado fujimorista oscuro) titulado "A la fe de la inmensa mayoría" señala que en la Latinoamérica de inicios del siglo XXI se está librando una "guerra cósmica" entre dos fuerzas primordiales: el bien (encabezados por García y que defienden el neoliberalismo a ultranza) y el mal (Chávez y todos sus cachorros, dispuestos a llevar el sucio socialismo barato hasta las últimas consecuencias). Aunque cabe mencionar que García, en “El síndrome del perro del hortelano”, ya había adelantado lo que ahora estamos tratando de analizar: aquel que se oponía al progreso de la nación bajo el dogma del libremercado que él dignamente encabezaba, era el depositario de “ideologías superadas”; era quien pensaba “si no lo hago yo que no lo haga nadie", era, en suma, el perro del hortelano. Este pertenecía para García a un espacio ahistórico de atraso, mezquindad y violencia represiva, campo nefastos para el nacimiento de la “luz”, representada por el libremercado. Estos eran los “antisistemas”, los “extranjeros”, o los “viejos dirigentes”, quienes simbolizan toda ese panteón demoníaco, y la misión del gobierno aprista era la de exorcizar a la nación con el fin de expulsarlos. Año de inicio de la lucha cósmica: 2006, justo en ese momento:

“(…) dos modelos políticos y económicos pugnaban por el poder: De un lado, la democracia política y económica que aprovecha el avance del mundo y de otro lado el estatismo económico y la demagogia que detiene a los países. Nuestra nación estuvo a punto de caer en el sendero equivocado que conduce a la pobreza y la crisis”[1].

Recordemos: el año 2006 tuvo como candidatos a la presidencia de la república a Alan García, que, en esa época, representaba una visión de centro-izquierda; Lourdes Flores Nano, quien era la llamada a enarbolar la propuesta neoliberal; y Ollanta Humala, el candidato del “lado oscuro”, el enviado del mal encarnado en el presidente venezolano Hugo Chávez. Al final, en la segunda vuelta quedaron García y Humala. La elección para ese entonces ya había alcanzado tintes maniqueos: Alan García representaba la opción “democrática” –estuvo involucrado en actos de corrupción, en violaciones a los derechos humanos (la matanza de los penales), pero era ante todo un “demócrata”–, Ollanta Humala –quien ya tenía en su prontuario político una acusación por tortura y asesinato durante la época de la violencia política– era la figura del autoritarismo, de la pérdida de autonomía política –pues se debía (según los informes periodísticos de la época) a su “amo” Chávez–, y por tanto, era el candidato/caudillo, el que prolongaría el modelo de autoridad que justamente Alan García representa en estos momentos. En esos tiempos mitológicos, el Perú “ganó la batalla”: Alan García derrotó en la segunda vuelta electoral a Ollanta Humala, gracias al voto capitalino esquivo al segundo; pero “la guerra continúa”, los “perros del hortelano” irían demostrando su persistencia, emergiendo en numerosas oportunidades como los “saboteadores” del orden político y de la institucionalización democrática. Nunca estarían más presentes como el 5 de junio del 2009, en las afueras de una pequeña ciudad en la selva norte del país: un numeroso grupo de indígenas amazónicos, quienes habían tomado las carreteras de acceso a la ciudad de Bagua en la región Amazonas como medidas de lucha frente al atropello de sus derechos constitucionales por parte del Estado Peruano –los perros del hortelano mostrarían sus “salvajes” dientes como nunca antes lo habían hecho– fueron desalojados violentamente por la policía nacional, con un saldo de 34 muertos –entre policías e indígenas–, una gran cantidad de heridos y un número no determinado de personas desaparecidas, suceso que pasará a la historia seguramente como una de las leyendas de desaparición y xenofobia más potentes de toda la historia peruana. Para García, la insubordinación de los “chunchos”, que se creían “ciudadanos de primera categoría”[2], era el fiel reflejo de aquella fuerza oscura que opera tras bambalinas: se vieron –otra leyenda contemporánea que pasará a la historia del “Baguazo”– junto a los manifestantes indígenas a bolivianos, venezolanos y cubanos, ejerciendo roles “dirigenciales” en la toma de carreteras; los amazónicos son “pocos, pero tienen aliados”; estos últimos serían en conclusión los representantes del “estatismo económico y la demagogia que detiene a los países” estaban en el lugar de los hechos, moviendo las cuerdas del títere con “la pluma en la cabeza”[3], estos últimos incapaces de representarse a sí mismos, subalternos desprovistos de “voz propia”. Más aún, acólitos del régimen de maldad de la izquierda socialista desfasada que encabeza Hugo Chávez, lo cual no los exculpa de responsabilidad, y esta radicaría en la traición a la victoria del 2006, a flaquear ante la seducción de los petrodólares venezolanos. Los muertos indígenas incluso no son tomados en cuenta como bajas lamentables para el líder de las fuerzas de la “luz”; son ignorados, no mencionados, silenciados de la historia gloriosa del gobierno progresista del APRA: “también, a través de las radios hablan de “genocidio” con cientos de muertos inexistentes.”, muertos que, a su vez, no son de primera categoría. Solo los policías caídos son dignos de mencionar: son los soldados del Estado progresista, los que en un futuro serán los héroes que sostendrán el patriotismo de generaciones futuras; en suma, son los personajes victoriosos que pasarán a la historia mítica del Perú y al panteón de héroes nacionales. La “guerra fría” latinoamericana develada por García aún continúa su rumbo en su mente delirante, en la cual, los indígenas son simples peones de fuerzas cósmicas superiores a ellos: estos son incapaces de representar su propia realidad histórica, y mucho menos aún, de conseguir cierta agencia política por ellos mismos; para García los amazónicos aún continúan viviendo en un mundo inconexo al suyo –al del libremercado y el progreso–, aún se encuentran rumiando su propia mala suerte, su vida de “perros del hortelano” en castas políticamente insignificantes a su mirada cósmica de la historia, a su futuro como salvador de los pueblos.
[1] García. Expreso, 28 de junio del 2009
[2] En: La República. 9 de junio del 2009
[3] Frase nefasta emitida por la Ministra del Interior Mercedes Cabanillas, que pasará a la historia del “Baguazo” como uno de los momentos más desafortunados del gobierno. En: La República. 11 de Junio del 2009.